Neme (+)
El olor a café recién hecho cuando me levanto, los “buenos días” sentidos, saber que hoy no hay prisa y salir del portal con el sol sobre los hombros. Comerme un helado de limón y chocolate de Regma, coger entre los dedos un bicho bola y hacer rabiar a los perros de bar que siempre llevan serrín en las patas.
Todos los vestidos de flores y por supuesto, todas las flores. Las petunias que me devuelven a los diez años y a Soto de la Marina. Los acantilados y mirar al horizonte imaginando que no hubiera nada más allá de mi pequeña isla.
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Inventarme la vida de la gente que pasa a mi alrededor en el metro e irremediablemente empezar a quererles. Las carcajadas de mis abuelas, las amigas que se ponen rojas como un tomate y los amigos a los que abrazo y siento que la vida es emocionante. Que me den carta blanca en la cocina, aprovisionarme de ingredientes incoherentes y disponerme a la batalla picando cebolla con El niño de la hipoteca de fondo.
Pasear descalza por la playa en otoño, ducharme a oscuras escuchando la radio, acabar un libro sin querer que acabe jamás y bajar una cuesta en bici y sin frenos. La declaración de amor de Roberto Benigni en la vida es bella, la gaviota de La Sirenita, el genio de la lámpara y la intro de El Príncipe de Bel Air. Un amigo irrepetible tocando a Nacho Vegas con la guitarra mientras experimentamos con rodajas de piña y pepino en copas de vodka.
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La gente que te guiña un ojo y se convierte en cómplice momentáneo, los pies de los bebés y que los días sean largos. Los señores elegantes de mocasines y bombín y las señoras que se mean de la risa y se les mueven todas las carnes. Vacilar a los relaciones públicas de Huertas y pedirle a Juanma chupitos flambeados en El Penta. Que las cosas se líen y las noches acaben en bares de taxistas, tertulias intercontinentales o desayunos buffet con napolitana y sol y sombra.
Oír a alguien hablar en húngaro, el olor del por fin en casa y el jaleo de las fiestas familiares. Cantar, bailar –salir, beber…– y volver a la gente loca hasta conseguir montar una conga. Hacerme pasar por polaca, por muy lista y por muy chula para reírme de los ilusos que me toman en serio.
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Bailar swing, cantar a Raphael, escuchar a Loquillo y leer a Sabina. Escribir y mimar a Nemesia y olvidar con ella los defectos de la persona que me ocupa las otras 23.5 horas del día. Autocomplacerme pensando que tampoco son tantos, que estamos como queremos y que el fin del mundo nos pillará bailando.
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